Estoy triste

Estoy triste, ¿qué hago? Educación Emocional.

Llorar a lágrima viva.

Llorar a chorros.

Llorar la digestión.

Llorar el sueño.

Llorar ante las puertas y los puertos.

Llorar de amabilidad y de amarillo.

Un poco triste, pero con esperanza.

 

Con frecuencia me preguntan sí no me canso de escuchar los problemas de las personas. La respuesta es un rotundo no. Entre muchas de las satisfacciones que encuentro en mi trabajo está la de facilitar para otros lo que la sociedad no nos ha enseñado a hacer:  educarnos emocionalmente y por lo tanto crecer como seres humanos.

 

En el caso particular de la tristeza, lo que quizá puede ser duro para mí es cuando las personas no pueden expresar aquello que les apena, aquello que les aflige. Cuando no pueden contactar con su propio dolor por haberse bloqueado para seguir sobreviviendo. Es una loza para ellas. Y una demanda altísima de energía para mí. El consultorio se vuelve pesado. Se obscurece. El aire se hace denso, difícil de respirar. Y a pesar de su obviedad, muchas veces el paciente tarda tiempo en reconocer qué es lo que está viviendo. Su tristeza drena mi fuerza. Y   también la de ellos mismos: consumiéndose lenta e inexorablemente. Por hacerse los fuertes externamente, se debilitan internamente. Y quizá lo más preocupante es que muchas veces no se hace nada realmente efectivo para encontrar alivio y se dan cuenta hasta que ya llevan meses, incluso años, viviendo así, viviendo a medias y al mismo tiempo completamente tristes. 

 

Irónicamente triste.

 

Cuando por fin llega el llanto, cuando se llora a lágrima viva, todo se libera.

 

¿Por qué digo esto?

Pues porque las emociones son energía que es necesario dejar fluir. Y aunque podría ser lo más simple del mundo, no sabemos cómo hacerlo. En particular, la tristeza es una emoción de las que yo he llamado socio negativas. Y digo negativas porque la sociedad las ve así. La prohíbe. La inhibe. Principalmente en el género masculino:

«No llores, llorar es de niñas», nos dicen a los hombres.

«Con llorar no arreglas nada» les dicen a las mujeres.

 

Piensa en tu infancia, ¿qué te enseñaron a ti con respecto al llanto, con respecto a expresar tu tristeza? Cada uno conocerá sus propios mandatos o introyectos; mensajes que desde muy niños nos han ido acompañando. Estas frases prohibitorias son sólo un ejemplo de la gran cantidad de presión que la sociedad ejerce sobre nosotros para inhibir el libre flujo de la tristeza. Obligándonos a dejarla adentro. Atorándola en nosotros. Sin embargo, por más que nos obliguen, por más que la retengamos, eso no lo hace desaparecer. Al contrario. La tristeza se acumula. Asfixiándonos. Y como toda emoción no canalizada termina enfermándonos tanto emocional como físicamente. Al final del día, el cuerpo habla lo que la conciencia se niega a admitir.

 

Tristeza no expresada.

 

Recuerdo un taller de Educación Emocional que di hace ya algunos años. Entre los participantes estaba una mujer a la mitad de sus 40´s, a la que ahora llamaré Laura, madre soltera con dos hijos adolescentes. Trabajadora. Emprendedora. Deportista. Siempre muy derechita y arreglada.

 

Abrir las canillas,

las compuertas del llanto.

Empaparnos el alma,

la camiseta.

Inundar las veredas y los paseos,

y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.

 

En un principio, Laura no alcanzaba a reconocer la profunda tristeza en la que vivía. No había tiempo. A fin de cuentas ¿Cómo permitirse llorar la tristeza de una pareja que nos ha abandonado, si primero hay que sacar adelante a la familia que irónicamente había dejado de serlo?, ¿Cómo permitirse llorar la tristeza que da el ver que a pesar de que para ella lo eran todo, ella no era nada para sus hijos adolescentes? Había tiempo para todo, menos para ella misma. Se había olvidado que estaba triste. O eso creía,

 

Asistir a los cursos de antropología,

llorando.

Festejar los cumpleaños familiares,

llorando.

Atravesar el África,

llorando.

 

Al finalizar el taller y compartir sus experiencias sobre el mismo, Laura se dio cuenta que las sensaciones físicas que había vivido en el taller eran las mismas que durante un año la habían tenido entrando y saliendo de un hospital sin que ninguno de los médicos que la atendieron pudieran ayudarla. Simplemente no sabían qué la tenía tan cansada, tan falta de apetito, tan aletargada, tan ajena a sí. La tristeza la acompañaba en todo momento y en todo lugar, sin saber qué era lo que le pasaba.

 

El caso de Laura no es único. De hecho, es más común de lo que quisiéramos creer.

 

Estadísticas e indicadores sobre la tristeza hay muchas para quien quiera buscar esa información. Y no es mi intención escribir sobre lo que ya está escrito. Eso sería una pérdida de tiempo.

 

Dolor y sufrimiento.

Confrontar con la tristeza no es cosa fácil. Y no lo es porque simple y sencillamente nos duele. Aunque la realidad es que sólo duele al principio. Después (cuando se hace bien y de corazón creo que sólo se puede hacer a través de un proceso psicoterapéutico) es increíblemente liberador. Y lo es por una razón biológica:  La función de la tristeza es apagar el cuerpo. Darnos un descanso físico y mental. La tristeza invita a la reflexión y nos muestra que no todo se puede resolver en presente. A veces es necesario ir al pasado para de ahí, resignificándolo, crear un nuevo futuro. Claro que sólo nos damos cuenta de esto después de que nos hemos permitido vivirlo.   

 

La vida es una sucesión de eventos, el significado que le damos a cada uno de ellos determina el tipo de vida que estamos viviendo. Por eso se dice qué así como el dolor siempre será inevitable, también siempre será opcional el sufrimiento. La enfermedad, la vejez y la muerte, las tres revelaciones del Buda sobre la naturaleza de la vida son quizá las primeras imágenes que nos vienen a la mente cuando pensamos en razones para estar tristes. Sin embargo, muchas veces cargamos con nosotros episodios que no tienen nada que ver con estas tres verdades. Son cosas más cotidianas, menos extremas, y, sin embargo, igualmente dolorosas. En ambos casos, en lo extremo o en lo cotidiano, el sufrimiento siempre se vuelve opcional. Pues su existencia no depende del hecho, depende del significado que le demos al acontecimiento .  Es así como muchas veces a lo largo de una sesión, el trabajo terapéutico nos va encaminando hacia ese recuerdo que se creía ya olvidado, hacia ese día que se creía ya superado y al encontrarlo nuevamente se vuelve a sentir la misma opresión en el pecho, la respiración vuelve a entrecortarse, los ojos vuelven a humedecerse y en el mejor de los casos estallamos en llanto liberando la energía que estaba atrapada en un momento del tiempo y del espacio. A veces es el mismo llanto que alguna vez se expresó, otras, son las lágrimas que jamás permitimos salir; pero siempre es la oportunidad de darle un nuevo significado a un hecho que nos causó o causa (en tiempo presente) dolor, pues eso sí, todo dolor es válido. Y ninguno es más digno que otro. Y sí no lo trabajamos, se quedará en nosotros, drenándonos.

 

Llorar como un cacuyo,

como un cocodrilo…

si es verdad

que los cacuyes y los cocodrilos

no dejan nunca de llorar.

 

En la tristeza, como en todas las emociones, no es posible engañarnos, si existe, existe. Si no la quieres ver, eso es otra cosa, sin embargo, siempre vale la pena darse un tiempo para explorar. Para conocerse. Para crecer. Para resignificar. Cada uno, y sólo cada uno, sabe lo que vive.

 

Llorarlo todo,

pero llorarlo bien.

Llorarlo con la nariz,

con las rodillas.

Llorarlo por el ombligo,

por la boca.

 

Atendernos, escucharnos, procurarnos, Sabernos dar consuelo. Sabernos escucharnos. Y  dejar de ser fóbicos a sentir. Dejar de creer que todo debe de tener una solución inmediata.

 

Llorar de amor,

de hastío,

de alegría.

Llorar de frac,

de flato, de flacura.

Llorar improvisando,

de memoria.

¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

 

La tristeza, como los buenos vinos, necesita tiempo para elaborarse. Darnos la oportunidad de conocernos en nuestra propia debilidad es mostrarnos el único camino que existe para conocer nuestras verdaderas fortalezas. A fin de cuentas, sólo se puede ser fuerte, cuando se sabe cómo ser débil.