El dulce abrazo de Thanatos

Humano, demasiado humano. F. Nietzsche.

 

Honestamente aborrezco a los psicoterapeutas que parecen extirpados de vida. Que miran austeros y distantes a sus pacientes como diciendo: «aquí el que está bien soy yo y tú eres el que está mal». La psicoterapia es y debe ser siempre un proceso humano, porque simple y sencillamente el psicoterapeuta es también un ser humano no un dios como algunos quieren creerse.  En ese sentido el psicoterapeuta es un hombre o una mujer que sabe reír, pero también sabe llorar. Un hombre o una mujer que es consciente de sus virtudes pero que no esconde sus defectos detrás de un título. Un escritorio. O una máscara de superioridad. En esencia tanto terapeuta como paciente son sólo humanos. Uno experto en su vida, el otro experto en técnicas para facilitar procesos. El primero acude por ayuda. El segundo sólo la brinda. Nada más.

 

Afilar el lápiz para extirpar de mi garganta este nudo que me ahorca.

Afilar el lápiz para punzar mis ojos y dejar brotar las lágrimas.

Afilar el lápiz para abrirme el pecho y liberarlo de la opresión que lo comprime.

Afilar el lápiz para escribir las palabras que tanto dolor me causan.

 

El pasado 16 de noviembre del 2014, 7:04 am. El hombre que me dio vida: muere. El dulce abrazo de Thanatos llega a casa de mis padres y en un segundo experimento por primera vez lo que significa nunca más. Nunca más escucharé a mi padre decirme: «todo estará bien, no te preocupes». Nunca más escucharé su voz. Ni sus anécdotas mil y un veces repetidas. Nunca más volveré a oler su aroma de hombre viejo. Ni a tocar sus manos. Ni a acariciar su cabello canoso. Ni abrazarlo ni a sentirlo. Nunca más seré el mismo, pues mi padre, mi mejor amigo, mi maestro, mi confidente, mi guía, ya no está hoy aquí conmigo. Y su ausencia, que se vuelve presencia, duele.  Y duele mucho. Duele lo que no se dijo, pero quizá duele más lo que sí se dijo. Duele el acto y también duele la omisión. Tuvimos toda una vida para conocernos, para gozarnos, para acompañarnos y a pesar de que sí lo hicimos, hoy siento que nos faltó tiempo.

 

La única maestra que puede enseñarnos el significado de «para siempre», es la misma muerte. 

 

Algo maravilloso de mi padre fue su capacidad para enseñarme, para acompañarme, para guiarme. Y aunque sin duda hubo muchas cosas que a su juicio aún me faltaba por aprender hubo una que le agradezco de corazón haberme siempre inculcado: «las cosas se hacen en vida hijo, después no tiene sentido llorar ante una tumba vacía”. Para mi padre el cielo y el infierno estaban aquí y las cosas se hacían por amor, no por culpa o remordimiento. Y sí algo me enseñó fue a amar, a tolerar y a perdonar. No con palabras o discursos vacíos sino con hechos y actos. Mi padre me amó, me toleró y me perdonó todos los días de su vida; de hecho, sus últimas palabras hacia mí fueron: «te quiero mucho hijo, pero me voy, ya no puedo más, estoy cansado». Y hoy lo agradezco profundamente. Y le contesto desde lo profundo de mi corazón: «Gracias papá, yo también te quiero mucho». Y agradezco que tu muerte haya sido como fue, en calma, en tu casa, tranquilo y en paz. Un domingo cualquiera.

 

 Nuestra actitud ante el dolor cambia cuando se entiende que lo que ha pasado es para un despertar espiritual. C.G. Jung.

 

En los arcanos del Tarot, el número XIII simboliza a la muerte: un esqueleto vestido con una túnica negra cabalgando sobre un campo donde yacen reyes y sirvientes, creyentes y ateos, hombres y mujeres, viejos y niños. Para la sabiduría arquetípica representada en el Tarot la muerte es la gran igualadora: a todos nos llevará por igual. Sin embargo, no todas las muertes son iguales. A lo largo de mi carrera he tenido la oportunidad de acompañar a mis pacientes en muchos tipos de muertes: por accidente, por enfermedad, auto provocadas, fulminantes o terriblemente lentas. Todas se llevan a la persona, pero honestamente la experiencia y sobre todo la huella que dejan en los que se quedan es muy diferente.

 

Sin duda, también para morir, se necesita saber cómo hacerlo.

 

Conforme pasan los años como terapeuta y me abro a la gama infinita de posibilidades que ofrece la psicoterapia me doy cuenta que, como bien dice el Gestaltista Jean Marie DelaCroix el acto terapéutico no es un acto que ocurra en lo individual, sino más bien es un acto colectivo. El que viene a terapia cambia y al hacerlo cambia su mundo. De hecho, todos los actos humanos, son actos colectivos. Desde el nacimiento hasta la muerte. Igualmente, como terapeuta familiar coincido con Joan Garriga en que demasiada gente en la familia es leal a los dolores y dificultades de aquellos que ama, implicándose en esos dolores en lugar de respetarlos. Y al involucrarse entorpece el libre fluir de la vida. Y, por lo tanto, también de la muerte. Yo hablé con mi padre 3 horas antes de que él muriera. Él, en su sabiduría me dijo: «quédate en tu casa, tu madre sabrá cómo ayudarme». Y su enseñanza de vida hacia mí siempre fue así, para mi padre yo fui primero, y por lo tanto con el ejemplo me enseñó que mis hijos eran primero. Y así lo hice. Me quedé con mi familia en esa madrugada. Y algo en mi corazón me decía que todo estaría bien. Al llegar a su casa tenía muy poco tiempo de haber fallecido. Y vi a mi madre junto a él acompañándolo. Y encontré a mi hermano para sostenerme el único día de mi vida que he sentido que mis propias piernas no podrían hacerlo. Sé que, si hubiese llegado antes, cuando él todavía vivía le habría rogado con el corazón desgarrado que no se fuera. Que se quedara conmigo, que me acompañara más. Y conociéndolo sé que el habría hecho un esfuerzo por no irse. ¿Pero a qué precio? A veces los que nos quedamos hablamos desde el egoísmo, desde nuestras propias carencias. Sin entender el mensaje del que se ha ido.  A fin de cuentas, si bien la muerte puede ser un viaje individual, es importante para los que se quedan aprender a dejar ir.